jueves, 4 de junio de 2009

Lágrimas Silenciosas

Son pocas las veces que he observado, sentido, olido y palpado la amargura de la miseria, las entrañas de una realidad que a mis ojos se presenta como un espejismo sin sabor ni color que se desvanece en mis limitaciones rutinarias y en las fronteras de una existencia llena de apariencias y disfraces que alejan al punto de la desaparición la verdad de un mundo tan cercano y lejano como los últimos navíos que mueren en el horizonte.

Son pocas las veces que logró realmente escapar de mi jaula de oro, y esta es una de esas veces.

Talves sea la monotonía del mundo actual o la ausencia del caos incendiario la que somete a mis ojos a ver lo que mis padres y mis abuelos, mi entorno y mi burguesía, mi dios y sus designios y al final yo mismo con todos mis fantasmas y demonios ,quiero o necesito ver. Y cuando la luz (o la oscuridad) se presentan en la puerta de mis pasos, todo su esplendor penetra las vísceras de mi ser ahogando mi alma en un océano desconocido de angustia y desamparo.

El día (no importa su número ni el movimiento firme de las agujas) se presenta con impaciencia y cierta extraña jovialidad ante lo que vendrá, de lo que solo se que me impactara con la fuerza de un tren de cometas o la embriaguez de una marea indomable. Todos parecemos niños curiosos, risueños, observando la nitidez de un paisaje cambiante como lo es esta ciudad de paraísos e infiernos: Santiago.

La micro, al adentrarse en el epicentro de la historia de esta tierra, se me presenta como un vitral (o un revolver) que mientras mas se escabulle por las venas coaguladas y enfermizas de la capital mas desconcierto me produce ante el descubrimiento de nuevos rincones, nuevas caras y nuevos monumentos de hormigón.
A pesar de que a diario observo en el metro y en la micro los rostros de las multitudes, de los hombres, mujeres y niños, este día logro poner atención en sus miradas y la palidez que emana su cercanía. Son los héroes famélicos, los de todos los días y noches, los que anidan un sinfín de deseos y sueños, sus caras me parecen fatigadas por la exasperación propia de la urbe y yo de a poco empiezo a sentirme como un extranjero en mi propia tierra, en mi propia ciudad.

Soy un observador, un extraño que naufragia por sentimientos ausentes y presencias ajenas, soy un turista con mi cámara y mi cuaderno tomando nota de los nuevos mundos que presencio con cautela. Mi vista se centra en lo de afuera, en los mosaicos opacos, en los que quisiera que fuesen recuerdos.

Santiago es una ciudad mestiza, bastarda en la que, si miras mas allá de tus ojos, puedes ver las huellas de un pasado que nadie quiere recordar, huellas latentes en las calles, los edificios, las iglesias, las estatuas, y sobretodo en el andar de sus habitantes.
Somos pequeños príncipes caminando por calles desoladas, distintas a la de nuestros palacios. Llegamos a un refugio donde el profeta de la humanidad encontró asilo en la Gran Guerra del Silencio. Entramos y de inmediato la sensación de forastero se incrementa en mi caminar incierto, los pasillos se convierten en un túnel que me permite ver la fría verdad de la que tanto he hablado y escrito con sincera pasión y convicción llenando mi boca de discursos y acusaciones, pero la realidad es que de esa fría verdad solo soy un falso testigo.

Llegamos donde esperábamos llegar, no si se era un sepulcro, un desierto, un oasis, o un santuario pero los moradores de aquel lugar no notaron nuestra presencia, o tal vez en su vaivén de delirio dudaron de nuestra existencia, no lo se y espero llegar a saberlo algún día en la que la locura llegue rompiendo mi ventana gritando gemidos infinitos de un silencio aterrador.

Me acerque a un anciano, por algún motivo vislumbre en su cara un tono grisáceo de juventud moribunda, le di la mano y pude notar su sorpresa, converse con él sin quitarle la mirada de sus ojos, como si nuestros iris convergieran en un momento de estallidos y de alineamiento de orbes resplandecientes.

Su nombre, Carlos Díaz, contaba con 67 años de vida, no se cuantos de muerte, era de una población cercana y su infancia la paso en la calle deambulando por el Mapocho, llego a conocer al Padre Hurtado un día que le dio la mano, tenia una esposa, no quizo decirme su paradero ni su camino, solo me dijo que su suegra era una borracha a lo que los dos sacamos una risa efímera. Tenia 3 hijos y 5 nietos que vivían en las cercanías, uno de sus hijos, el mayor, Carlos estaba en la penitenciaria cumpliendo tres años de condena por robo, pero solo le quedaba uno por lo que note cierta impaciencia en don Carlos ya que ansiaba su visita. Me contó sobre sus nietos, que los veía, sobretodo al mas chico de 6 años.
Por un instante solo observe los ojos de don Carlos, sin despegarme ni un momento de su mirada, estaba buscando la vida que habitaba en él y que por fuera no se veía o solo se notaba como una difusa presencia, un fantasma que oscilaba entre el sueño y una lucidez marchita.

Fue un momento de empatia, o quizás una ilusión de esta, nose si comprendo o comprendí las palabras de Carlos Díaz, nose se si pude situarlas en un quizás propio, es una intrigante que me quedo como una nebulosa borrosa y vacilante o talves como el vuelo errado de un ave cegada por el deslumbrante brillo de cien lunas nacientes.

No pude ver si la muerte si vistió con el vestido de auroras de la vida (tenues en ese entonces) o la vida tiño sus cabellos radiantes con el hedor sombrío de la muerte, los colores no permitieron tal deducción, tal capricho soberbio viniendo de mi parte. Aquellos viejos agónicos y olvidados parecían estar perdidos en un desierto interminable de nostalgias y dunas melancólicas que lentamente sucumbía en un ocaso gigante que les devolvía sus gozos y borraba las penumbras de sus abismos.

Me acerque a una vieja sin canas pero con pómulos agotados, de tantos llantos y lágrimas silenciosas creo yo, quería ayudarle a cortar la palta, pero al acercarme tomo la palta y se la comió sin aviso ,entera, como si fuese su última cena o la primera, quien sabe.

A la vuelta la desilusión con mi realidad se hizo mas fuerte que nunca, como la llegada de un intruso a medianoche sin esperarlo, ese intruso lleva un daga que dejo una herida en mi y espero que la cicatriz permanezca para recordar mi suerte de nacer y recordar que no vivo solo para arrodillar sino para levantar.

Nose cuantos Carlos Díaz he visto e ignorado, nose cuantas veces he mirado para otro lado a la hora de ver la miseria, solo se que lo he hecho, muchas veces, y solo me queda como consuelo y esperanza pensar que si mirara y todos miráramos, si diera la mano y todos diéramos la mano, y no solo la mano el corazón y alma también, las cosas serian distintas...

¿Donde escondimos nuestra humanidad? ¿En que mar lejano fuimos a abandonarla? ¿En que sol la quemamos sin mirar atrás? ¿En que tierra infertil y hostil la enterramos para entregársela en las manos al olvido? ....